Las mujeres y las luchas contra la mercantilización de la Universidad
Madrid, 28 ene. 11. AmecoPress/sin permiso.- La mercantilización de las universidades es una faceta crecientemente visible de la crisis actual. El pasado mes de diciembre, Maya González y Caitlin Manning, dos jóvenes activistas californianas, entrevistaron a la historiadora Silvia Federici a propósito, entre otros temas, del papel de las mujeres y del movimiento feminista en las luchas estudiantiles que están teniendo lugar en los Estados Unidos.
- Has escrito acerca de las luchas universitarias en el contexto de la reestructuración neoliberal. Estas luchas se consideraron una respuesta al intento de privatizar y cercar saberes y conocimientos comunes. ¿Crees que se trata de una continuación de luchas anteriores o de algo nuevo? ¿Ha alterado de manera decisiva la crisis económica el contexto de estas demandas?
Yo veo las movilizaciones que están teniendo lugar en los campus estadounidenses, señaladamente en California, como parte de un largo ciclo de luchas contra la reestructuración neoliberal de la economía global y contra el desmantelamiento de la educación pública. Este proceso comenzó en los años 80 en África y América Latina, y ahora mismo se está expandiendo por Europa, como bien muestra la reciente revuelta estudiantil en Londres.
Lo que está en juego, en ambos casos, es algo más que una resistencia al “cercamiento del conocimiento”. Las luchas estudiantiles africanas en los 80’ y en los 90’ fueron particularmente intensas porque los estudiantes eran conscientes de que los drásticos ajustes propugnados por el Banco Mundial suponían liquidar el “contrato social” que había conformado su relación con el estado en el período posterior a la independencia, convirtiendo a la educación en pieza clave del avance social y de una ciudadanía participativa. Y también porque, al oír al Banco Mundial decir que “África no necesita universidades”, se dieron cuenta de que los recortes sociales encerraban una nueva división internacional del trabajo que pretendía recolonizar las economías africanas y degradar las condiciones laborales de sus trabajadores.
La historia es similar en los Estados Unidos. El vaciamiento de la educación pública superior a lo largo de la última década debe colocarse en un contexto social en el que, a resultas de la globalización, las empresas pueden desplazar a sus trabajadores por todo el mundo, haciendo de la precariedad una condición permanente del trabajo y forzando constantes re-cualificaciones.
La crisis financiera y la crisis universitaria se complementan e imprimen sentido económico a un proceso de acumulación y de organización del trabajo que sólo ofrece a los estudiantes la perspectiva de un futuro de permanente subordinación y de continua destrucción del conocimiento adquirido.
En este sentido, las luchas estudiantiles actuales, más que dirigidas a la defensa de la educación pública, se proponen modificar las relaciones de poder con el capital y el estado para recuperar así el control sobre la propia vida.
En este punto, se podría trazar un paralelo con la revuelta de los trabajadores y de los jóvenes franceses contra la decisión del gobierno de Sarkozy de ampliar dos años más la vida laborable.
Si sólo nos fijáramos en el período de tiempo que los trabajadores tienen que esperar para jubilarse, no se entendería la vehemente oposición que está teniendo lugar. En realidad, lo que lanzó a millones de personas a la calle y a muchos jóvenes a las barricadas fue la percepción de que esta reforma suponía una pérdida absoluta de esperanza de cara al futuro.
Es esta lectura de los hechos la que singulariza el actual ciclo de luchas universitarias y le otorga una dimensión anti-capitalista más o menos abierta. Una buena prueba de ello es la importancia y el peso que nociones como la de bienes comunes han ido adquiriendo en el discurso estudiantil internacional.
El llamado a favor de “saberes y conocimientos comunes” no solo refleja una resistencia a la privatización y a la comercialización del saber. También refleja la creciente conciencia de que hace falta construir una alternativa al capitalismo y al mercado a partir del presente. Y de que el compromiso colectivo en un proyecto de este tipo no es posible en el entorno académico actual. Matrículas disparatadas, cursos rígidamente ahormados a estrechos objetivos economicistas, clases superpobladas con profesores precarios, mal pagados y cargados de trabajo.
Todas estas condiciones contribuyen a devaluar el conocimiento que se produce en las universidades y demandan formas alternativas de educación, así como espacios en los que ésta pueda plantearse. Es a partir de aquí, creo, como deberíamos pensar las “políticas de ocupación de espacios”: como medios de acceso a los lugares que la creación de nuevos bienes y saberes comunes exige.
- También has descrito la lucha estudiantil y las resistencias globales contra las medidas de austeridad como luchas en torno a dispositivos institucionales de reproducción social, más que de producción ¿Qué aporta esta concepción de las luchas educativas como parte de un conjunto más amplio de disputas en torno a dispositivos de reproducción social? ¿Qué tipo de desigualdades sociales y de explotación laboral perdurarían más allá de este tipo de enfoque?
Creo que cabría señalar, ante todo, que el paso de la producción a la reproducción en el análisis de las relaciones de clase ha sido el producto de una transformación que, de diferentes maneras, ha atravesado los análisis teóricos a partir de los años 70’. Este paso ha sido especialmente visible en algunas aproximaciones críticas tanto pos-estructuralistas como neoliberales, de Foucault a Becker.
El principal impulso en esta dirección provino, de hecho, de la propuesta feminista consistente en repensar el trabajo y en redefinir el trabajo reproductivo como la “parte oculta del iceberg” (en palabras de María Mies) sobre el que se basa la acumulación capitalista.
Este cambio de perspectiva ha arrojado nueva luz sobre viejos problemas. Nos ha permitido, por ejemplo, pensar conjuntamente una serie de actividades –los trabajos domésticos, la agricultura de subsistencia, el trabajo sexual y de cuidado, la educación formal e informal- reconociéndolos como momentos de la (re)producción social de la fuerza de trabajo.
Esta perspectiva también nos ayuda a leer políticamente los cambios que han tenido lugar en las universidades. El aumento del precio de las matrículas y la mercantilización de la educación pueden verse como parte de un proceso más amplio de desinversión en la reproducción de la fuerza de trabajo, dirigido a disciplinarla. Este proceso comenzó en los años 70’ con la eliminación del ingreso irrestricto y fue una respuesta a las revueltas y a la insubordinación en los campus que tuvo como protagonistas a los jóvenes.
Hacer de la reproducción social el lente a través del cual se analiza la relación capital-trabajo no debería verse, sin embargo, como una operación totalizadora. La reproducción (de individuos, de fuerza de trabajo) no debería concebirse aislada del resto de la “fábrica” capitalista.
Recientemente, hemos asistido a algunos desarrollos teóricos (como por ejemplo, el concepto de “producción bio-política” utilizado por Negri y Hardt) que impiden una síntesis adecuada de las relaciones capitalistas, ya que asumen que toda la producción puede ser reducida a la producción de subjetividades, estilos de vida, lenguajes, códigos e información.
En este tipo de lecturas, la inmensa lucha que está teniendo lugar a lo largo del planeta, en campos, minas y fábricas, sencillamente desaparece. Y lo hace, irónicamente, en un momento en el que estamos asistiendo al ciclo internacional más agudo de conflictos industriales (en China y en buena parte del sudeste asiático) desde los años 70’.
Las mujeres estudiantes con serios problemas de género
- De California a Nueva York, las mujeres se han quejado de serios problemas de género al interior del movimiento estudiantil. A pesar de su compromiso activo, muchas se sienten marginadas, desconfían de ciertas dinámicas de grupo y se sienten condicionadas a la hora de expresarse. En algunos casos, incluso, se sienten alienadas por cierto tipo de discurso sexista o machista (como el utilizado en “La acción directa como práctica feminista”. Como mujeres, todo esto nos ha tomado por sorpresa. Tras décadas de luchas feministas de diversa índole, todavía sentimos la necesidad de crear grupos feministas y de encontrar vías colectivas para oponernos al patriarcado. Nos encontramos luchando por abrir espacios que no esperábamos que fueran tan restrictivos ¿En qué medida esta experiencia nuestra difiere o resulta similar a la tuya en los 70’?
La configuración actual de las relaciones de género en el movimiento estudiantil difiere mucho de lo que había en los 60’ o en los 70’. Las estudiantes tienen hoy mucho más poder que las mujeres de mi generación. Son mayoría en casi todas las clases y están preparadas para llevar adelante una vida basada en la autoestima y en la autonomía. Como mínimo de los hombres, aunque no del capital. Lo que ocurre es que las relaciones con los hombres siguen siendo ambiguas y confusas.
El aumento de la igualdad oculta el hecho de que muchos de los temas planteados por el movimiento de mujeres continúan sin respuesta, sobre todo en relación con la reproducción. Oculta el hecho de que no hemos conseguido, como mujeres, implicarnos colectivamente en un proyecto de transformación social, y de que con el neoliberalismo lo que ha habido es una re-masculinización de la sociedad.
El declive del feminismo como movimiento social también ha supuesto que la experiencia de la organización colectiva en torno a cuestiones de las mujeres resulte desconocida para muchas estudiantes jóvenes, con todo lo que ello supone de despolitización de la vida cotidiana. Cómo conciliar el trabajo remunerado con la reproducción de nuestras familias –aprendiendo de la experiencia de las mujeres negras- cómo conservar algo de nosotras para darlo a los nuestros, cómo amar y vivir nuestra sexualidad.
Todas estas son cuestiones a las que las estudiantes más jóvenes tienen que responder de manera individual, fuera de un marco político, lo cual es una fuente de debilidad en su relación con los hombres. A esto hay que sumarle que la vida académica, especialmente en el grado, genera un entorno sumamente competitivo, que margina a quienes tienen menos tiempo para dedicarse al trabajo intelectual. Y que la elocuencia y la sofisticación teórica a menudo consideradas, erróneamente, como medida del compromiso político.
Una lección crucial que se puede extraer del pasado es la necesidad, frente a las desigualdades de poder, de que las mujeres se organicen de manera autónoma. Para poder describir por sí mismas los problemas que afrontan y para ganar fuerza a la hora plantear sus descontentos y sus deseos. En los años 70’, nosotros veíamos muy claramente que no podíamos hablar de temas que nos concernían en presencia de los hombres. No hace falta, como denuncian las autoras de “La acción directa como práctica feminista”, que te “silencien”. Las propias relaciones de poder que nos roban la voz también nos expropian la capacidad de describir la manera de operar de dicho poder.
La autonomía, ciertamente, se puede alcanzar de diversas maneras. No tenemos por qué pensar en la autonomía en términos de estructuras permanentemente separadas. Hoy vemos que podemos crear movimientos dentro de los movimientos y luchas dentro de las luchas. Responder, en cambio, a los conflictos que puedan surgir en nuestras organizaciones convocando a la unidad puede ser políticamente desastroso. Otra lección del pasado es que la construcción de espacios feministas autónomos temporales nos puede ayudar a romper con la dependencia psicológica de los hombres, a valorar nuestra experiencia, a construir un contra-discurso y a plantear nuevas normas, como la necesidad de democratizar el lenguaje y evitar convertirlo en un medio de exclusión.
Estoy convencida de que nuestra unión como mujeres y como feministas es un paso positivo, una precondición incluso para superar la marginación. Las mujeres del movimiento estudiantil no deberían dejar intimidarse por la acusación de “divisionismo”. Más que dividir, la creación de espacios autónomos es necesaria, por un lado, para sacar a la luz un amplio listado de relaciones de explotación que nos impiden actuar, y por otro, para exponer ciertas relaciones de poder que, si no se cuestionan, sólo acabarían por propiciar el fracaso del movimiento.
- Al plantear respuestas feministas a los desafíos actuales, a menudo hemos experimentado, de manera un tanto desconcertante pero placentera, momentos de identificación, momentos en los que hablamos como “mujeres”, por ejemplo, o en los que nos reunimos en torno a grupos de lectura de mujeres ¿Cómo deberíamos pensar dichos momentos, sobre todo teniendo en cuenta algunas posiciones de teoría feminista que enfatizan las múltiples fracturas que atraviesan la colectividad putativa de “las mujeres” o que insisten en la inestabilidad y en la mutabilidad de las identidades de género? ¿Qué puede resultar de dichos momentos de identificación? ¿Qué promesas contienen y que peligros encierran?
Comenzaría señalando que en mis marcos teóricos y políticos nunca he rechazado el concepto de “mujeres”. Para mí, “mujeres” es una categoría política, que califica un lugar específico en la organización social del trabajo y un campo de relaciones antagónicas en el que el momento de la identidad está sometido a cambios y a una contestación continua.
Ciertamente, el concepto de “mujeres” es un concepto que debemos problematizar, desestabilizar y reconstituir a través de nuestras luchas. Siempre he insistido en mis escritos que debería ser prioritario para las feministas abordar las jerarquías y diferencias de poder entre las mujeres, comenzando por las relaciones de poder determinadas por la nueva división internacional del trabajo reproductivo.
Ahora bien, en la medida en que el género todavía estructura el mundo, en la medida en que la devaluación capitalista del mundo productivo se traduce en una devaluación de las mujeres como tales, no podemos desechar la categoría. Salvo, claro, que nos resignemos a tornar ininteligibles vastos fenómenos de la vida social y a perder un terreno crucial de resistencia al capitalismo.
Identificarnos como mujeres nos ayuda a entender los orígenes, el modo de operar y el sentido político de los mecanismos de exclusión y marginación que muchas estudiantes experimentaron durante las ocupaciones en California y Nueva York. Es una actitud que nos ayuda a descifrar cómo y por qué la dominación masculina sostiene la actual estructura de poder y a sacar a la luz un sinnúmero de experiencias que de otro modo permanecerían invisibilizadas e innombradas.
Reconocer aquellos aspectos de la experiencia de las mujeres que fundamentan su subordinación a los hombres, y confrontar al mismo tiempo las diferencias de poder que existen entre las propias mujeres, es hoy, al igual que en el pasado, uno de los principales desafíos de las feministas y de las activistas en todo movimiento social. Esta identificación, desde luego, también entraña riesgos.
El más insidioso, acaso, es la idealización de las relaciones entre mujeres, ya que nos expone a desilusiones muy dolorosas. Este es un problema al que las mujeres de mi generación éramos especialmente vulnerables. El feminismo se nos presentaba como una suerte de tierra prometida, como el hogar añorado, como un ámbito de protección en el que nada podía afectarnos. Pues bien, lo que hemos descubierto es que realizar trabajo político con mujeres, como mujeres, no nos preserva de luchas por el poder y de actos de “traición” que tan a menudo hemos encontrado en organizaciones dominadas por hombres.
Cuando nos acercamos a los movimientos, traemos con nosotras todas las cicatrices que la vida bajo el capitalismo imprime a nuestros cuerpos y a nuestras almas, y éstas no desaparecen simplemente porque trabajemos entre mujeres. La cuestión, sin embargo, no es huir del feminismo. Que el sexo y el género importan es una lección política irrenunciable. No podemos oponernos a un sistema que ha construido su poder, en buena medida, gracias a la división racial y de género, luchando como sujetos universales, pero desencarnados. La cuestión es más bien qué formas de organización y de control podemos construir para impedir que las diferencias de poder existentes entre nosotras acaben reproduciéndose en nuestras luchas.
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Silvia Federici es una investigadora y activista de origen italiano. Historiadora marxista y feminista, autora del libro Caliban and the Witch: Women, The Body And Primitive Accumulation. Ha enseñado en varias universidades norteamericanas, así como en la Universidad de Port Harcourt en Nigeria. Es profesora emérita de la Hofstra University (Long Island, Nueva York).
Foto: Archivo AmecoPress.
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Internacional – Opinión – Educación – Movimiento feminista – Estudios de género. 28 ene. 11. AmecoPress